lunes, 8 de octubre de 2012

John Travolta, galardón al renacimiento de un mito

Con sólo 24 años ya era un mito. Apenas le valieron dos películas taquilleras para demostrar sus dotes de bailarín, para engatusar a la pantalla y al patio de butacas con histriónicos movimientos; para enamorar a las jovencitas y marcar el paso a toda una generación. Y a las siguientes. Y es que John Travolta, que recibió ahora el Premio Donostia en el Festival de San Sebastián, se convirtió en un icono cultural gracias a unos vaqueros remangados, una chaqueta de cuero de color negro, una camiseta blanca y un tupé engominado hasta el hastío. El Pop ya arramplaba en la sociedad norteamericana. El artista pasó al estrellato a una velocidad de infarto, con dos filmes sucesivos que lo encumbraron. Ya saben, Fiebre del Sábado Noche (1977) y Grease (1978). Una cima alcanzada tan rápidamente que, después, le fue imposible reconquistarla.

Es cierto que el actor de New Jersey ya no es aquel jovenzuelo que se arrancó a bailar en un parque de atracciones, que desafió a sus mayores con un cigarrillo en la mano (en el puritano mundo de la clase media de los Estados Unidos de los años 50). Ya no es ese chaval que engatusó a Olivia Newton-John, que se arrodilló frente a ella y la enfundó en unos pantalones de pitillo. Ese malote que se saltaba las clases del Highschool, que retaba al profesor de gimnasia y que se negaba a competir con los deportistas. De ese Travolta queda ya muy poco, a pesar de que en Grease declaró amor eterno a la novia de verano; metáfora, quizás, de su idilio con un séptimo arte que aún le reconoce su aportación de entonces. Ya poco queda de ese Danny Zuco de instituto que bailó en un taller de coches, al que escoltaban los T-Birds y que desafió al líder de la banda rival (Los Escorpiones) a una carrera por el suburbano. De ese chico duro, de ese pseudonavajero, sólo resta el recuerdo de una leyenda.



Y es que, ahora, cuando la juventud ya queda lejos para el actor norteamericano, San Sebastián reconoce sus inicios y su capacidad de regeneración. Porque Travolta representó el inicio de la época disco, con la interpretación del extravagante Tony Manero y su paso cada sábado por Odisea 2001. E impactó a la crítica y al espectador con el musical más coreografiado de la historia: la melodía de You’re the one that I want se repite cada fin de curso, con chavales repeinados y engominados.

Porque Travolta forma parte de la historia del cine. El estadounidense evolucionó al mismo ritmo que lo hizo el celuloide; y, como el séptimo arte, también tuvo su época de vacas flacas. El fanatismo adolescente le pasó factura, adentrándose con los años 80 en una penosa andadura, que le llevó a protagonizar comedias y secuelas de medio pelo. Después, cuando la industria lo daba por muerto, resucitó gracias al oscuro relato compuesto por Quentin Tarantino en Pulp Fiction (1994). Vicent Vega, nombre que adoptó para la cinta de culto del director, supuso su vuelta a la élite; ofreció nuevos aires a su devaluada imagen, a la decadencia progresiva que acompañó su madurez. Entró en la cuarentena durante el año del estreno de esta película y, con su aniversario, regaló al espectador un histriónico asesino y matón a sueldo; aquel enamorado de Uma Thurman (¿quién no cae en sus redes?) que acompañó al magistral Samuel L. Jackson en su recorrido violento por las calles.


Lejos quedan ya los tiempos de Danny Zuco y Tony Manero; la época de la rebeldía y el rock and roll; e, incluso, el renacimiento de su carrera profesional. San Sebastián reconoce su dedicación y devoción, su historia y su vida. Donosti premia a un mito, a un icono de juventud de cada una de las generaciones que creció desde la década de los 70.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

domingo, 22 de julio de 2012

Hable

La película comienza y acaba sobre las tablas de un teatro, con los espectadores observantes; cada cual, con su propia visión e historia. Ante un patio de butacas abarrotado, dos mujeres llenan un escenario inerte. Lo copan y absorben, como si tan sólo existiesen ellas en esos instantes. Se retuercen y encorvan; arquean las manos y flexionan las articulaciones. Histriónicos movimientos invaden la pantalla. Vestidas únicamente con un ligero camisón, transmiten sufrimiento y desesperación.  Algo les desgarra el alma; las golpea con virulencia; les atraviesa las entrañas, arrebatándoles la vida lentamente, paso a paso; sin que nadie pueda ofrecerles un remedio. La piel de sus brazos y piernas aparece desnuda. Es una danza silente y consternada; ante la que el corazón se encoge, al visualizar la pugna de dos mujeres contra lo irreal y difuso; la pelea contra el maldito e inevitable transcurso del tiempo.

En aquella escena tan dramática, repentinamente, ambas se lanzan a la carrera por un espacio plagado de sillas; donde un hombre (cuya presencia se explica desde un punto de vista más metafórico que real) acierta a apartarlas de su camino. Así arranca Hable con ella (2002), de Pedro Almodóvar. Así empieza la película más desconcertante del cineasta manchego; que optó ese año por abandonar la transgresión y evocar la soledad, la muerte y la complejidad de los lazos humanos.

El popular director –tan aclamado por la crítica internacional- compone un relato delicado y melancólico; lejos de ese pop ochentero de los años de la Movida madrileña. El cineasta abandona en esta ocasión las complicadas y enrevesadas tramas de sexualidad, complejos y desorden. En cambio, se decide por la afable técnica del clasicismo. Y, gracias a ella, Almodóvar narra la extraña relación entre un enfermero y su paciente: una chica que sufre un coma supuestamente irreversible. Una historia que únicamente se presenta como la excusa idónea para adentrarse y profundizar en la soledad del ser humano, en el aislamiento, en la incomunicación del urbanita del siglo XXI.


El film transcurre de una forma natural, sin grandes altibajos; y el espectador siente como si navegara por unas tranquilas y apacibles aguas, como si lo acontecido fuera lo necesario, como si lo sucedido fuera lo inevitable. Y es que el metraje fluye casi instintivamente; perfilado con un tono frío, clínico y evasivo. “El logro más notable de Hable con ella radica en que juega con la identificación del espectador y la desafía. Es una profunda meditación sobre el modo en que hablamos con las personas y a través de los objetos y textos que expresan nuestra vida”, señala Adrian Danks, colaborador de la revista Senses of Cinema.


De esta forma, mientras que la primera escena mostraba los movimientos artificiales y dolientes de dos mujeres; Almodóvar utiliza a dos hombres en el resto de la película: dos herramientas adecuadas (Javier Cámara y Darío Grandinetti) para abordar el sufrimiento, la muerte y la soledad que queda tras ella. Pero el manchego lo hace con sobrada candidez; como si escuchara aquellas palabras que pronunció Antonio Gala hace apenas unos meses. “No me entristece el hecho de terminar: lo veo tan natural como una puesta de sol”, afirmó el escritor cordobés en cierta ocasión.

 

Así, con la misma sencillez con la que el sol se oculta cada jornada, Hable con ella describe el pesar del abandono, el desconsuelo del que yace junto a la cama. Y, aprovechando también los acordes de la guitarra española; Almodóvar regresa en los últimos minutos de la cinta a las mismas tablas del teatro que se mostraron al principio. Un escenario donde ya nadie sufre; un lugar ocupado ahora por un acompasado baile de parejas, que acompañan a una música alegre y a un decorado de hojas verdes. El dolor dejó paso a la esperanza. Relatado con una sorprendente naturalidad, el director nos deja muy claro que resulta inútil luchar contra el tiempo. Esa batalla está perdida; así que intentemos vencer en otras.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

domingo, 15 de abril de 2012

Las piedras de Buñuel

En plenos años 20, cuando arreciaba en Europa los ecos del Jueves Negro; cuando las vanguardias dirigían un arte subversivo, turbulento, insubordinado y belicoso; cuando los totalitarismos comenzaban a escudriñar la mentalidad de la clase media del Viejo Continente, para escribir después uno de los más crueles y aterradores capítulos de la Historia reciente. En esa época, el Paris de inicios del siglo XX acogía el encumbramiento del cine surrealista; con el maño Luis Buñuel como actor principal. Corría el 6 de julio de 1929 y hasta el Studio des Ursulines –un cine club del V arrondissement- se acercó una parte de la plana mayor de la intelectualidad francesa. Allí, por primera vez, se proyectaba Un chien andalou (Un perro andaluz, en su título en castellano).



A las puertas, según cuentan; andaba nervioso e histérico el, por entonces, tal Buñuel. Narran las crónicas y biografías, que el director español estrenaba ópera prima inmerso en un mar de dudas, por la innovador de su visión y también por la intransigencia de la crítica y del público de entonces. Afrontó la sesión atemorizado y optó por abandonar la sala y esperar fuera, explican algunas versiones. Otras lo colocan detrás de la pantalla. Eso sí, todas le atribuyen que decidió llenarse los bolsillos de piedras para lanzárselas a esa previsible masa que, según esperaba, se le abalanzaría tras la película. Y es que estos encuentros de vanguardistas y artistas extravagantes -aquellos que hoy rondarían lo snob y que, por aquella década, se concentraban en torno al humo de cigarrillos en tabernas de mala muerte- no hacían presagiar lo mejor. De hecho, Germaine Dulac ya había soportado anteriormente abucheos y descalificaciones; cuando su La concha y el clérigo se interrumpió a medio correr del cinematógrafo, por los insultos y humillaciones que seguramente evocaban a la madre de la cineasta. Es lo que tiene el surrealismo.

Aunque a Buñuel lo trató muy bien. Y la suerte anduvo de su lado aquel día, en aquel rincón parisino. Y el film partió desde Des Ursulines hasta Studio 28, donde se exhibió sin interrupción durante nueve meses. Y el movimiento lo acogió con los brazos abiertos, invitándolo a unirse al grupo del Café Cyrano; donde los integrantes de esta revulsiva vanguardia se encontraban para batallar sobre política y escribir manifiestos (costumbre muy de moda en los años 20). Y allí conoció a André Bretón y a Magritte. Y allí también forjó ese gustó por lo insurrecto e irreverente. “Hay que combatir con todo nuestro desprecio e ira toda la poesía tradicional. Los surrealistas nos proponíamos destruir el arte y la cultura”, escribió el maño mucho después.

Pero, realmente, Buñuel no destruyó al arte. Al revés, lo regeneró. Entre ellos, al Séptimo. Porque Un perro andaluz, aquel guión que escribiera junta a Salvador Dalí y que financiara gracias a las 25.000 pesetas que le prestó su madre, surge de dos sueños diferentes, de dos productos del subconsciente que enlazarían después los artistas. “Dalí me invitó a pasar unos días en su casa. Le conté un sueño que había tenido poco antes, en el que una nube desflecada cortaba la luna y una cuchilla de afeitar hendía un ojo. Él, a su vez, me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano llena de hormigas”, apunta el cineasta en sus memorias.



De esta forma, ambos compusieron una cinta basada en el simbolismo y la ideología, sin indicios de los mismos desde un punto de vista cultural tradicional. Quisieron romper con el pasado, para centrarse en la sucesión continuada de imágenes; para evocar en cada espectador sentimientos contrapuestos: irracionalidad y añoranza, historia y revolución, infancia y futuro, religión y ciencia. “Con Dalí, más unidos que nunca, hemos trabajado en íntima colaboración para fabricar un escenario estupendo, sin antecedentes en la historia del cine. Es algo gordo”, dijo Buñuel. Y así fue.

Escribieron la gran obra del cine patrio, la única referencia internacional que lleva la firma de España. Un perro andaluz sobrepasó los Pirineos y destrozó las bases de la sociedad occidental de principios del XX. Cuando surgía un nuevo arte, Buñuel y Dalí compusieron una cinta de influencia mundial; con más autoridad el pasado siglo que el propio Quijote. Hitchcock, David Bowie y Jonathan Demme evocaron después ese ojo y esa navaja de afeitar; esa nube y esa luna; esa mariposa y esa calavera. Buñuel sobrepasó los límites y fijó unos nuevos. Desde ellos se filmaron los siguientes pasos del relato del Cine.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente