jueves, 7 de noviembre de 2013

Los dos pasos de Carmina

Rubia, despeinada, entrada en carnes y de 58 años: a ella, se le puede creer o no. Con el rímel corrido, el medallón de su fe colgado al cuello y tres arrugas en la frente: de ella, se puede aceptar (o no) su razonamiento, su barriobajerismo, su orgulloso egoísmo o su miedo a la tentación y a la verdad. De ojeras profundas, blusa de leopardo -recuerdo de otras décadas- y un primer cigarro fumado a los siete años: con ella, puedes reír (o no).


Pero a ella hay que escucharla. A Carmina Barrios. Carmina a secas en Carmina o revienta (2012), la primera película de Paco León, la opera prima de El Luisma de Aída. Un film arriesgado, lanzado simultáneamente en las salas, internet y DVD. Una cinta que sumó en los seis primeros meses más de 279.000 espectadores y logró una recaudación de 664.000 euros. Y eso que se topó con la arcaica industria del cine, esa que se resiste a adaptarse a la nueva era. Porque el director y actor sevillano solo consiguió que su obra se viera en 19 salas de toda España. Solo cubrió el 30% de las provincias del país. “Yo no he querido desafiar a nadie, solo he querido que mi película la pudiese ver la mayor gente posible”, contó él mismo en El Mundo. “Yo sé que hay mucha gente que consume cine pirata que ha pagado por ver mi película. Es que cuanto más se acerque un modelo de distribución a la piratería -cine gratis y ya-, mejor irá”, añadió en una entrevista en Cinemanía.

Así que, visto el éxito, Carmina Barrios tendrá voz de nuevo. Aunque suene rasgada por el tabaco y el alcohol. Paco León empieza este otoño el rodaje de Carmina y Amén, la segunda parte de una película irreverente, llena de palabrotas; que arranca en una cocina de Sevilla con esa cincuentona sentada en una mesa cubierta por un mantel de plástico, y con el microondas y la lavadora al fondo. “Ahora la historia tiene un tono más berlanguiano, con todos los respetos para el gran Berlanga, con una gran mezcla de géneros. Es una comedia mucho más oscura y negra”, relata el actor de Aída, que ya compuso en su primera parte un personaje descarado, cínico, insolente y sinvergüenza. “No me gustaría que me enterrasen tendida. Me gustaría que me enterrasen sentada. En un sillón. ¿Por qué tengo que ir yo en una caja?”, se pregunta Carmina en un momento de la opera prima de León.

La primera Carmina o revienta suena a barrio, a litrona,  a parque de albero y bancos con yonkis. Huele a paredes desconchadas, a viejos sentados en verano ante las puertas de sus casas, a grafitis con faltas de ortografía. Sabe a bocata de salchichón, a papel de liar, a chándales parcheados en las rodillas. Y es que Carmina o revienta compone un esperpento delicioso, un raro soneto sobre la decadencia y la supervivencia. “Reconozco que el campo magnético de esa castiza, guapa, histriónica, lista, cínica, destroyer, graciosa, excesiva, deslenguada, astuta, surrealista, ferozmente terrenal, tragicómica, desgarrada, brutal, manipuladora señora llamada Carmina puede enganchar o dejar estupefacto a un variado género de público”, apunta el crítico Carlos Boyero.

Este proyecto le valió a Paco León la nominación a los Goya de 2013 como mejor director novel. “Todo por un retrato de mi madre, básicamente, que sale de historias que conocía y quería contarlas”, señala el actor hispalense. Este perfila una tragicomedia amarga, adornada de risas y con el regusto agrio del fracaso. El director habla de las sonrisas fingidas, de las penas ahogadas en alcohol, de los sueños inalcanzables. Y también habla de la esperanza, de la humildad, de las pequeñas cosas. “¿Tú sabes una cosa, Marifé? La vida es tan bonita... que parece de verdad”, concluye Paco Casaus en una escena de la película.

Rodada en once días, la opera prima de León ejerce como un soplo de aire fresco en un cine español previsible y repetitivo, poco acostumbrado a la innovación y riesgo. El film da el primer paso de un camino desconocido, que no se sabe a dónde conduce; pero que, al menos, ya se ha emprendido. “Sendero de mi esperanza. Hay días que no lo encuentro. ¡Ay! Sendero de mi esperanza”, canta María León en la cinta, en honor de José Mercé.

Artículo publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

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domingo, 6 de octubre de 2013

Tony Soprano alza el vuelo

El lío de Tony Soprano comienza el día en que una familia de cinco patos se pelea en su piscina. Se pelea y se marcha de allí para siempre. Para no volver. Sin previo aviso. Le dicen a Tony aquello de “ahí te quedas chaval” y emprenden el vuelo para no regresar. Es entonces, justo en ese momento de aleteo hacia el cielo, cuando el líder de Los Soprano sufre un ataque de ansiedad. Quizás, síntoma de alguna metáfora interiorizada en demasía. Ya saben, eso del abandono, del síndrome del nido vacío, de una infancia sin cariño. Quién sabe. Pero, claro, él no es un cualquiera. Y como no está muy bien visto que el jefe de la mafia de New Jersey no sepa controlar sus nervios, este gordinflón italo-americano acude a escondidas a una psiquiatra para que rebusque en su alma y purgue sus penas. Así que, nada más arrancar el primer capítulo de la serie de televisión más aclamada de la historia, tenemos a un capo enfrentado a un butacón, a su pasado y a su conciencia. 



Él es Tony Soprano. Y él fue James Gandolfini, actor que falleció el pasado 19 de junio de un ataque al corazón. Murió en Roma. En la ciudad eterna. Como él, que perdurará siempre gracias a ese melancólico mafioso al que dio vida durante nueve intensos años. De él -de Tony- recordaremos como se levanta cada mañana, agarra su bata blanca del baño y sale a recoger el periódico al porche de su típico adosado de la clase alta americana. Como si nada. Como si la noche anterior no hubiese disparado una pistola automática, no hubiese engañado a su mujer con varias amantes o no hubiese mandado a algún “amigo” a dormir junto a los peces. 

Tony es -porque su personaje sigue vivo- un tipo de andares lentos y trastabillados; de cabeza gacha y ojos hundidos; de mirada profunda, dirigida siempre de abajo a arriba. Es un hombre corpulento, que te embauca con una simpatía desafiante; que consigue que comprendas momentáneamente por qué lleva un negocio tan sucio: de drogas, armas y putas. “Mi padre estaba en ello, mi tío estaba en ello, mis amigos estaban en ello. Tal vez fuera demasiado vago como para hacer otra cosa”, relata en un capítulo. 

Y lo entiendes. Dejas de lado tus planteamientos morales y éticos. Te dices que, tal vez, tú hubieras hecho lo mismo, que no se puede pelear contra el destino y que el camino está marcado. Y el relativismo se apodera del espectador hasta que una bala rompe el encanto, derrama sangre por el suelo y te devuelve a la cruda realidad. Cuando estamos a punto de conectar emocionalmente con el personaje, a punto de compadecerle; Tony nos muestra su verdadera, despiadada y monstruosa personalidad. Nos estruja las entrañas y nos advierte de su crueldad. Nos avisa. Nos dice que vive en una guerra, que coquetea con la muerte; que negocia con las cartas marcadas porque, si él no las tuviera señaladas, entonces sería su funeral el que celebrarían al día siguiente.



A lo largo de 86 capítulos lo conocemos profesionalmente y personalmente. Escuchamos sus discursos en las comidas familiares, lo vemos discutir con su mujer -la sufrida Carmela- y abroncar a sus hijos adolescentes. Lo observamos como padre, como marido, como hijo y hermano. Y lo entendemos porque, en todo ello, es igual a cualquier otro. En esas pugnas y peleas no existen atajos. Y Tony sufre la cotidianidad, la  monotonía, la incomprensión e, incluso, la falta de cariño. Como cualquier otro. 

Pero, aunque parezca un enmendado hombre de familia, a Tony Soprano le mueve la ambición. Y lo cuenta mientras se rodea de strippers en el Bada Bing!, el club que regenta junto a sus compinches y que les sirve de tapadera. “¿Te acuerdas de la historia que me contaste sobre el padre toro hablando con su hijo? Desde lo alto de una colina miran a un grupo de vacas y el hijo mira al padre y le dice: '¿Por qué no bajamos corriendo y nos follamos a una?'. ¿Te acuerdas de lo que el padre contesta? El padre contesta: '¿Por qué no bajamos andando y nos las follamos a todas?”. Y eso hace Tony Soprano. Quedarse con todo. 

Y Gandolfini -o Tony- se sienta en aquel sillón del psiquiatra cuando no le queda otra, cuando lucha ya contra su propia existencia, cuando pelea en una batalla perdida de antemano, donde no existen héroes, donde sólo quedan los miedos y los anhelos. Gandolfini -o Tony, o cualquier persona en algún momento- se sienta allí cuando sabe que el final (la muerte) no puede cambiarse. Y la vida, desgraciadamente, ya tampoco. 

Escrito para la revista Nuestro Ambiente

martes, 25 de junio de 2013

Lo que empieza y acaba con una sonrisa

La sintonía que perfiló el miedo a lo desconocido empezó con risas. Steven Spielberg soltó una carcajada el día que John Williams, compositor neoyorquino, interpretó al piano la base de la futura banda sonora de Tiburón (1975). Era la primera vez que escuchaba esa melodía. Tras la primera sonrisa, al cineasta casi le da un soponcio al saber que aquello no era una broma. Sentado ante el teclado y con Spielberg junto a él, el músico presionó de forma reiterada la misma tecla, para volverse después y explicar que en ella residiría la esencia del suspense. Pero costó convencer al director. “Toqué al piano la línea de bajos simple E-F-E-F que todos conocemos y al principio Spielberg se rió”, relató el propio Williams en una entrevista concedida a la revista Hoy Cinema. Finalmente y afortunadamente, la insistencia surtió efecto. Y el cineasta, que afrontaba por entonces su segunda película, terminó persuadido. “Intentémoslo”, dijo. Y así lo hicieron.


La cinta llegó a las salas norteamericanas el 20 de junio de 1975. Fue en pleno verano, cuando las playas estadounidenses se abarrotan de bañistas y los pueblos costeros multiplican su población. Desde el primer momento, la película se convirtió en un fenómeno audiovisual. Los adolescentes y adultos hacían cola para asustarse, para sufrir ante la incertidumbre que la pantalla les regalaba. Y en ese terrorífico juego de silencios, de eternas esperas, la música desempeñó un papel fundamental. “Pienso que la banda sonora es claramente responsable de la mitad del éxito de la película”, afirmó Spielberg en varias ocasiones. Una tesis sobre la que profundizó más adelante, al comparar la sintonía de Tiburón con la elaborada por Bernard Herrmann en 1960, cuando compuso para Hitchcock la melodía de su memorable Psicosis.

El film de Spielberg se convirtió en la película más taquillera de la historia y así aguantó hasta la irrupción del Star Wars de Gerge Lucas. Además, Williams ascendió hasta el Olimpo: ganó su segundo Oscar, tras conseguirlo antes con El violinista en el tejado (1971), y se le consideró desde entonces como uno de los regeneradores de las bandas sonoras. De hecho, una encuesta de 2005 del American Film Institute concluyó que la sinfonía de Tiburón se encontraba entre las diez más “memorables” de la historia del séptimo arte. “Antes, ya había hecho El violinista en el tejado y también había trabajado con directores como William Wyler y Robert Altman entre otros, pero Tiburón me dejó helado”, rememora el compositor neoyorquino.

La clave de la cinta de Spielberg reside en esa evocación de la incertidumbre, en esa constante ausencia de lo conocido. Durante toda la película, los protagonistas deben enfrentarse y controlar el terror psicológico que se desprende de lo sobrehumano, de lo que no controlan y de lo que les supera en fuerza y entendimiento. Muy lejos de las monstermovies de serie B, el director norteamericano merodea por las cercanías del miedo más primario del ser humano, hurgando en lo cotidiano para trazar el horizonte y las dunas de las soleadas playas de Amity Island (Nueva Inglaterra), donde se ambienta la historia.



Tiburón no es sólo el enfrentamiento del hombre contra la naturaleza. El espectador también puede leer entre líneas una profunda crítica hacia la hipócrita sociedad, corrupta y enferma. Es el dinero lo que importa en ese pequeño pueblecito de los Estados Unidos. Ni dos muertes son suficientes para que el alcalde y los comerciantes se decidan por cerrar las playas, no vaya a ser que los dólares huyan a pueblos vecinos.

Años más tarde, ya en los 90 y en plena época digital -cuando se pudo dejar de lado las enormes máquinas que dieron vida a los monstruos de Hollywood durante décadas-, el creador de Indiana Jones volvería a reinventar el género, esta vez con Jurassic Park (1993) y con una nueva etapa de explotación comercial a través de grandiosas campañas de merchandising. Pero en 1975 aún quedaba mucho camino por recorrer.

El andado por un trío interpretativo de excepción. Roy Scheider fue el moralista jefe de la policía, que parece cargar a sus espaldas la responsabilidad de todo el mal que se genera en Amity Island. A su lado se alzan dos personajes de altura, que asumen progresivamente el protagonismo de la cinta. Por un lado, Richard Dreyfuss ejerce como el estudioso de los tiburones que llega para ayudar al pueblo, un personaje demasiado inteligente y pijo. El contrapunto de Robert Shaw, a quien encontramos erguido sobre la proa de un barco. Es la versión moderna del Capitán Ahab, un corrosivo marinero, prepotente y cínico. Los tres conducen por el mar hasta chocar con su pesadilla, ese escualo del que se despiden con rabia y entre explosiones: "Sonríe, hijo de puta".

miércoles, 8 de mayo de 2013

Pepe Sancho: el actor de la voz arrugada

La escena, diseñada por Almodóvar, lo sitúa en el asiento delantero de un automóvil de color gris metalizado; en uno de esos coches artificiosos de los años 90, desafío actual de la aerodinámica. Él lo conduce. Es Pepe Sancho. Sancho, a secas, en la película Carne Trémula (1997), donde interpreta a un policía alcohólico, violento, chulesco y maltratador. Un colérico inspector, chusco y rufián, que no vacila a la hora de sacar su pistola y disparar. Al menos, eso parece a primera vista.

En la sala de butacas se escucha a la Niña de Antequera, que canta Ay mi perro. Y, entonces, tras echar un largo trago de whisky, y sin quitar la vista de la carretera; el actor de Manises asume el peso de la secuencia: “Perros, así nos tratan y eso es lo que somos. Perros, mira la manada de corderos que tenemos que cuidar. Ahí los tienes, trapicheando, robando, corrompiéndose...”.

Y mientras las palabras se suceden, el espectador se ensimisma con esa voz ronca, rugosa, arrugada; con ese tono altivo, soberbio y despectivo. Él observa su alrededor. “La acera es un hervidero de gente variada que se mueve deprisa y al lora. Los que se detienen es para trapichear o para ligar. Una mezcla de calle Cuarenta y Dos (antes de que la desinfectaran) y Gran Vía madrileña”. Así describió el propio Almodóvar, en su guión del film, el escenario donde se mueve el personaje de Pepe Sacho. Un agente del Madrid de las putas y los chulos, de los narcos y drogadictos, de los chorizos y tironeros. Un patrullero irreverente, de barrios bajos, de depresiones y prejuicios. En definitiva, un mal policía; pero un gran protagonista. De hecho, gracias a éste papel, el actor valenciano ganó un Goya. 


Porque Pepe Sancho disfrutaba con esos personajes, con esos villanos y antihéroes, con los desgraciados y atormentados. Cuando apareció en Carne Trémula aún gastaba una perilla cuidada y un oscuro cabello. El mismo que lució en la serie Curro Jiménez, cuando cabalgaba como El Estudiante. Pero eso era la televisión. El medio que lo vería madurar irremediablemente varios lustros más tarde. Algunas décadas después de dejar Despeñaperros, se presentó a las nuevas generaciones en  Cuéntame como pasó. En el show de los Alcántara fue Don Pablo: un explotador, un mangante, un burgués, un franquista, un estafador, un especulador, un empresario, un inmovilista, un político. Al fin y al cabo, otro malvado al que ofrecer voz, al que perfilar. Un paso previo y necesario para diseñar su obra definitiva.

Los villanos le han regalado al actor, quizás, su recuerdo futuro. Un cáncer acabó con la vida de Pepe Sancho hace apenas unas semanas. Y, tras saberlo, resulta inevitable evocarlo en uno de sus grandes papeles. El actor fue Rubén Bertomeu en 2011, en la serie Crematorio. Una auténtica revolución de la caja tonta española. Dejando atrás el rancio estilo de la televisión patria, Canal Plus se arriesgó con un producto distinto y atractivo. Y Pepe Sancho estuvo allí para protagonizarlo, para dar vida a un constructor valenciano. Un empresario repeinado, engalanado y forrado. Un buscavidas que entreteje una historia de corrupción en la costa levantina. Un drama en el que se traza un brillante retrato de la casta política y urbanística, y de la cantidad de mierda que les rodea. Y en ese equilibrio de poder se desenvuelve su personaje a la perfección. “Bertomeu no juega a ser una persona popular, juega a acaparar lo que se ponga al alcance de la mano. Lo único que persigue es hacerse dueño de todo”, afirmó el propio actor para describir a su interpretado: “Es alguien que piensa que el futuro de esta zona está sus manos, e intenta transformarlo para su bienestar y el de los suyos. En uno de los capítulos tiene una frase muy reveladora, dice: '… voy a construir una urbanización de 500 hectáreas, con tres kilómetros de costa. Dará trabajo a mucha gente y por el camino algunos se llevarán su parte'. Por su puesto, él se llevará la mayor. No estoy diciendo que sea un un santo, sino que es uno de tantos”.


Pepe Sancho tampoco debió ser un santo. Su aspecto distante y altanero lo condenó a ejercer casi siempre de enemigo. Aún así, gracias a Crematorio, apareció su carácter heroico, aunque no lo quisiese. Él descubrió a todo un país que en España también se podía hacer buena televisión. Buenísima televisión. Porque el actor siempre tuvo esa capacidad de ensancharse ante la cámara, de crecerse con la interpretación, de ser el otro. Tuvo energía y presencia. Aunque, ahora, ya solo quede la ausencia. “Hoy siento que, al marcharse, se lleva algo mío. Se me adelgaza un poco más el tiempo. Queda el consuelo de que, en la pantalla, el vigoroso Bertomeu de Pepe Sancho sigue cargado de fuerza y malo uva”, le despedía Rafael Chirbes, autor de la novela que inspiró la serie. Adiós.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

martes, 26 de marzo de 2013

Tarantino adora cómo mueren

De Negros. De sangre. Y de vaqueros. De eso trata la nueva película de Quentin Tarantino. Django  desencadenado (2012) afronta sin rodeos el racismo y la esclavitud. Sin tapujos. Sin prejuicios. Desnudo y de frente: contra el buenismo occidental, contra lo políticamente correcto. Una visión del Far West compleja y sin complejos. No hay indios, ni persecuciones, ni rifles mal calibrados, ni tiros al cielo de revólveres.

Al más puro estilo de spaghetti western, el director norteamericano recupera la esencia de sus ideas originales, aquellas que plasmó en Pulp Fiction (1994) y Reservoir Dogs (1992) -cuando el cine independiente flipó gracias a su crónica brutal de asesinatos, mentiras, engaños y rock and roll-. Ahora, en pleno siglo XXI, bebe de su particular Fuente de la Juventud. Para ello, se aferra a la mano de Jamie Foxx, que interpreta a un esclavo negro reconvertido en cazarrecompensas y que busca a su esposa, aún en manos de los algodoneros del sur de EEUU.


Quentin acierta al envolverse de nuevo en ese halo de pop-art, donde se conjugan el salvajismo y la estética depurada. Con un acento, como siempre, acelerado; y perfilado al ritmo que marca la banda sonora, que adquiere tintes de protagonista en esta cinta. En parte, la historia gira en torno a la música. En parte, la música gira en torno a la historia. Según se quiera ver, según se entienda el espectáculo de Tarantino. Porque mezcla las clásicas notas de Ennio Morricone con los acordes del hip-hop. Todo ello sin desentonar, todo ello sin sonar extravagante.

 Y es que Django huele a spaguetti western clásico, gracias a esos rapidísimos zoom de cámara que dejan el rostro del personaje en primer plano. Una técnica que permite al espectador regodearse en cada gesto: los labios torcidos y altivos; los dientes sucios y a medio pudrir; las cejas arqueadas; los chulescos y desafiantes ojos; y, por supuesto, el sombrero alicaído. A su vez, Django también destila el atractivo de la violencia desmedida, de la venganza requerida, del desquite, de la revancha y de la represalia. Los golpes, asesinatos, latigazos y disparos parecen gratuitos. Y, verdaderamente, lo son. Quizás, por eso, resulte aún más atractiva la cinta de Tarantino. Porque ofrece carnaza al espectador. Todo ello, para denunciar la idiotez del racista, la gilipollez del Ku Klux Klan; a través de la ironía y la socarronería, del sarcasmo y la sorna.

El director no rehúye la palabra Niger -cuya traducción más adecuada sería la de Negrata, con tono absolutamente despectivo-. Porque a Tarantino no le importa llamar a las cosas por su nombre. No le importa que las vísceras salten y se desparramen por el suelo tras el disparo de una recortada. La cámara apenas se inmuta cuando un personaje aúlla de dolor, mientras las balas le atraviesan una pierna o un brazo. Ni siquiera desentona la sangre que baña una habitación, con decenas de cadáveres repartidos por el suelo. Él sabe conjugar a la perfección los matices del suspense, del ruido de las balas, del horror de la muerte, del encasquillamiento de los percutores. Forman parte de su escenario. Además, la cinta ahonda en la importancia de la palabra. Las frases trascendentales vuelven a subrayarse en las esperpénticas situaciones. “Me gusta cómo mueres”. Como una contradicción ética.


Una doble moral presente en todos los personajes. El doctor King Schultz (Christoph Waltz) es un irascible cazarrecompensas. Un hombre capaz de asesinar sin titubeos a delincuentes para cobrar su salario y, a la vez, repudiar el racismo y ensalzar el amor. Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) adora a su hermana y asume el engaño sin ánimo de venganza, aunque se divierte y entretiene con combates a muerte entre Nigers. Y Stephen (Samuel L. Jackson) es ese sirviente leal y fiel, que luchará en pos del beneficio de su amo; a pesar de que esto suponga devolver a otros negros a la eterna esclavitud.

Y puede que, en ciertos momentos, no gusten los excesos de Tarantino, el desmesurado uso de la violencia, la omnipresencia de la sangre y la barbarie. Desde luego, no ayudan las tripas desparramadas y los brazos rotos. Y tampoco la banalización del crimen. Pero, a pesar de ello, cuando el proyector se apaga y se encienden las luces, cuando uno echa la mirada el reloj y observa que transcurrieron casi tres horas desde que pegó el culo a la butaca; entonces, piensa en el cine como divertimento, en las palomitas que engullía cuando era adolescente y los vaqueros mataban indios porque unos eran los buenos y otros los malos. Así de simple. Y es que, al final, sólo queda Django: “La D es muda”.

jueves, 7 de marzo de 2013

Historia de dos ciudades, por Alberto Rodríguez

Es la leyenda de un lustro. De 1987 a 1992. Es el transcurso del tiempo, la transformación social, el pelotazo urbanístico, los yonkis de los 80, la maldita heroína, la España del VHS y del Beta. Grupo 7 (2012) es el pasado de Sevilla, sin ser su historia. Es el currículo de lo inacabado, de lo latente y cambiante; es el retrato de un mundo religiosamente pagano y profundamente devoto. Es la narración de dos ciudades en una: la cara bonita y el lado oscuro de la capital andaluza. Alberto Rodríguez, intenso director español, construyó un relato policiaco en el lecho del Guadalquivir. Con la Expo 92 como telón de fondo y horizonte, el cineasta regala una película de acción y costumbrismo. Una metafórica mezcla de lo mejor y lo peor, de las dos caras de la moneda, de la finísima línea por la que debe andar el hombre; ese delicado hilo que separa la corrupción del ejemplarismo. 


Acelerada. Penetrante. Fuerte. Sutil. El film perfila a un equipo de agentes metidos a chanchulleros, a narcotraficantes y a matones. La ciudad hispalense se preparaba para la Exposición Universal y les tocaba a ellos limpiar las calles del centro. La basura había que sacarla del casco urbano y esconderla bajo las alfombras, convertidas en extrarradio y polígonos (donde aún reposa; aunque, tan lejos, quienes mandan apenas la ven ahora). Liderados por un pésimo y artificial Mario Casas, uno de los pocos puntos flojos de la cinta, el Grupo 7 cambia papelinas por información, dinero y confidencias; permite que algunos prosigan con su cuestionable negocio, mientras encarcelan a otros. Y, todo ello, para lustrarse con éxitos policiales y medallas. Los cuatro protagonistas recurren a los métodos que deben combatir: la mentira, el chantaje, la intimidación y las palizas indiscriminadas.

Desde luego, la película de Alberto Rodríguez es un cuadro de la Sevilla en transición, de la Sevilla de andamios y grúas, de la Barqueta a medio edificar. Y en esa imagen en construcción sobresale un Antonio de la Torre sublime, delicioso, carismático y penetrante. Un actor inconmensurable que contrasta radicalmente con el adulterado Mario Casas. De la Torre exhala cine. Cada mirada, cada silencio, cada palabra inunda la pantalla. Junto a él, otros enormes secundarios (Joaquín Núñez y José Manuel Poga) que ejercen de idóneo contrapunto, al más puro estilo del Arlequín de la Comedia del Arte italiana. A través de ellos la película se nutre con chascarrillos y guasa de roña y grasa, de taller mecánico y tasca de barra metálica, de cerveza en caña baja y platillo de avellanas. Ellos perfilan esa adecuada textura social que enmarca la Sevilla pre-Expo 92. Un ambiente de capillismo y progreso, de excesos, de inusitadas miradas al futuro y olvido del pasado.


Aún así, el director español se esfuerza a la hora de hablar, sobre todo, de la impunidad y la doble moral. El cineasta acierta cuando conversa con los bajos fondos de la ciudad, aliñados al limón del sudor andaluz, de la ternura de clase baja. Hay carroña y sinvergonzonería. Hay putas y policías. Hay heroínas. Y, sobre todo, hay droga, yonkis, jeringuillas y papelas. Un conjunto armonizado con la textura del drama y costumbrismo urbanita.

Rodríguez disfraza sus argumentos con estampas cotidianas: la comunión del chiquillo, la botella de whisky, el llanto del niño a medianoche y el politiqueo consistorial. Gracias a ello, a ese contraste, el director logra sacar una sonrisa al espectador en ciertos momentos; y, además, en otros, consigue arrancarle una mueca al universo de los fracasados. Al fin y al cabo, Grupo 7 es una película de senderos. Un film que describe los caminos de la vida y como estos se entrecruzan, como los buenos y malos se encuentran destinados a hallarse en el asfalto (para darse la mano o enfrentarse, ya cada uno elige). 

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)

sábado, 16 de febrero de 2013

El Hobbit: un viaje esperado, predecible y divertido

La primera década del siglo XXI observó, absorta, la irrupción del universo Tolkien entre los patios de butacas; contempló la acelerada llegada de adolescentes, a la carrera, hasta sus asientos, quienes enmudecían después ante el desfile de fotogramas y fantasía. Cuando el 3D todavía sonaba a tecnología fracasada, los centros comerciales –merchandising incluido- se embutieron de elfos, de orcos, de hobbits y de otros seres pseudomitológicos ideados por el famoso escritor británico. De la mano del cineasta Peter Jackson, la trilogía de El señor de los anillos arribó a las pantallas; con el estreno sucesivo de las tres cintas en 2001, 2002 y 2003. Un film por cada libro de la obra cumbre del narrador de ficción: La comunidad del anillo, Las dos torres y El retorno del Rey. Ahora, más de diez años después, cuando el efecto publicitario de aquel invento comienza a diluirse, cuando empiezan a echar barriga los jóvenes que acudieron en manada a aquellas proyecciones; precisamente ahora, el producto vuelve a colocarse en la principal estantería de los multicines de todo el planeta. El Hobbit: un viaje inesperado (2012) es la nueva superproducción de Hollywood. La primera película de una segunda trilogía; que, como en la ocasión anterior, continuará con la correspondiente segunda y tercera parte en 2012 y 2013 (bajo los títulos de La desolación de Smaug y Partida y regreso).


Y, sinceramente, la fórmula empleada resulta idéntica a la precedente, a aquella que embobó a los adolescentes cuando arrancaba el nuevo siglo. Fantasía y acción. Así de simple. Así de sencillo. Jackson no innova ni inventa nada. Tan sólo retorna a aquel mundo mágico que tantas satisfacciones –en forma de dinero y estatuillas de Oscar- le reportó. El Hobbit: un viaje inesperado bebe de la esencia de su novela inspiradora, publicada en 1937. Un libro ameno y divertido; que introduce al lector en esa Tierra Media poblada por distintas y extrañas criaturas. Por tanto, al igual que en su escrito homónimo, esta nueva película deja de lado los recovecos de la mitología y las complicaciones de las leyendas. Más allá de esas fábulas (que, por supuesto, el espectador también encuentra en la cinta de Jackson); el director acentúa las características del género de aventuras. En El Hobbit se salta, se corre, se lucha, se huye, se pelea, se esquiva, se brinca, se vuela y se grita.

Al igual que las alegorías paganas que siembran la literatura, Un viaje inesperado ahonda en las cualidades tradicionales del cuento, en las condiciones habituales del relato clásico. Primero, Jackson presenta a los nuevos personajes que pulularán por el metraje. Una ocasión que no desaprovecha para, sin miramientos, recuperar a los protagonistas de la trilogía de El Señor de los Anillos. Un guiño a los adolescentes de entonces y una invitación a los nuevos para que revisen esa historia. Después de la introducción, el cineasta aporta las claves de la narración y fija los objetivos de la película. Y, por último, empuja al espectador hacia lo desconocido. Es precisamente entonces cuando la superstición, las parábolas y la mitología se reivindican.


Aún así, que nadie se enfrente a la primera entrega de El Hobbit con la esperanza de hallar una innovadora visión del universo Tolkien. La cinta no aporta nada nuevo al mundo de elfos, trolls y enanos que ideó el escritor sudafricano. ¿Es divertida? Sí. ¿Entretiene? Sí. Entonces, para que más. Desde luego, su mejor acompañamiento: palomitas y refrescos. Las divagaciones existencialistas habrá que dejarlas para otra ocasión.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)